Sunday, September 24, 2006

Lo culinario

1.

Bajamos unas escaleras. El salón estaba iluminado con lámparas de pared y nos rodearon óleos con paisajes que pretendían ser de la región. Pensé en Bob Ross. Ximena, mi esposa, tomó la silla junto a la pared. El mesero trajo la carta. Nos advirtió que al ser los primeros en llegar, la comida podría tardar un poco, pero que no nos arrepentiríamos. Nos dejó solos. Ximena y yo nos miramos sin hacer ningún gesto. Hacía frío, aún dentro del salón. Alcanzamos a oír el sonido de la cocina que se alistaba para el banquete de esa noche. Se adivinaba el sonido de los metales y la loza. No pudimos distinguir ninguna voz; llamaba nuestra atención el acento de la región, tan marcado y triste. El menú anunciaba platillos en un dialecto desconocido. Nos volvimos a mirar en silencio. En la cocina, los cocineros seguían trabajando. Yo me frotaba la barba mal rasurada. Al cabo de un par de minutos, el mesero salió de la cocina y al mirarnos asintió desde la puerta con la cabeza. Se volvió a la cocina. Ximena y yo nos miramos por última vez. Las luces se apagaron. Oscuridad total.

2.

Sentados a la mesa, nos disponíamos a celebrar una fiesta sueca en un restaurante de Malmö. Nuestros anfitriones habían distribuido una transcripción fonética del Helan Gar, canción tradicional usada antes de brindar con una copa de Schnapps. La canción sentencia que quien no tome el vaso grande de la bebida, no tendrá tampoco la mitad que sigue y su tonada tiene algo de canto militar. El mesero anunció que en el menú se serviría una sopa de sangre fresca de ganso con manzana. Los norteamericanos que nos acompañaban prefirieron evitar el platillo. Yo estaba sentado junto a un amigo iraquí y a un panameño. Los tres disfrutamos del sabor dulce de la sopa con la consistencia de la manzana molida con un toque metálico final e insistente. El sabor de la sombra quedaba disimulado con trozos de butifarras y grumos de manzana. Al final, a cada quien se nos solicitó que cantara alguna canción. Yo canté una canción infantil en la cual los muñecos de una juguetería surgen de la oscuridad para apoderarse de los espacios que les son vedados. Al día siguiente seguía sintiendo el sabor de la sangre.

3.

De niño, la exploración oral del mundo me hizo morder absolutamente todos los objetos que encontraba. Mordí las patas de las sillas, las esquinas de los muros, la corteza de los árboles. Casi me ahogo al meterme una moneda a la boca. Cuando mordía una pieza de aluminio, me corté los labios y aún me queda una pequeña cicatriz en la parte superior del labio. En esa época empecé a ir a preescolar. Me sentaron al lado de un niño cuya mirada parecía estar siempre extraviada y que mantenía una extraña sonrisa en la boca. Los primeros meses de clases transcurrieron sin contratiempos. Mi compañero apenas contestaba a mis preguntas y solamente extendía su discurso más de lo necesario cuando le parecía que la maestra había dicho algo absurdo. La escuela era grande, con cerca de treinta alumnos por grupo pertenecientes a una clase media acomodada. Nos hacían usar un uniforme tejido color verde, que tenía dos modalidades: pantalón largo y pantalón corto de tirantes. En los descansos, abrochábamos el botón inferior del sweater del uniforme y nos lo anudábamos al cuello simulando una capa. Corríamos con las manos extendidas diciendo que éramos súper héroes. En el patio de la escuela había una fuente que estaba permanentemente vacía, la cual era el mejor lugar para luchar y demostrarle a los demás que teníamos un control absoluto sobre nuestro territorio. Estábamos organizados en pandillas. Yo pertenecía a la pandilla de Ernesto de la Torre. No estoy seguro que él lo supiera, pero me consideraba parte de ese grupo. La otra pandilla importante era la pandilla de Tobi, un niño de mirada violenta, con gran fuerza física y quien muchos años más tarde se convertiría en un buen amigo mío. Mi compañero de banca se sentaba en un lugar apartado, sin dejar de sonreír, solo, viendo las luchas. Su mirada barría sin asir absolutamente nada. Miraba sin hacerlo. Lo recuerdo disfrutando el vacío con una mueca en los labios, sentado a la orilla de una banca de mosaico. Al entrar a clase, su pasividad lo convertía en un monstruo. Cuando empezaba la maestra a enseñarnos las primeras letras y versos, mi compañero comenzaba a golpearme suavemente bajo el pupitre. Las primeras veces no hice mucho caso. El primer golpe lo atribuí a un movimiento descontrolado, hasta cierto punto normal. Estos golpes casuales se repetían unas cuantas veces durante la clase y aterrizaban en mis costillas o en mi pierna derecha, próxima a mi compañero. Mientras los daba, mi compañero reía sin decir nada y miraba al pizarrón sin enfocarlo claramente. Yo era una persona muy tranquila. No me gustaba confrontar a nadie. Si mi compañero me golpeaba era seguramente porque necesitaba hacerlo o porque era su forma de relacionarse conmigo. Además, las primeras veces no me dolía realmente. Los golpes tenían un vuelo muy corto y apenas podían hacer daño. Mi compañero se mantenía sonriente y silencioso garabateando el papel después de que el acceso de golpes lo abandonaba. Creo recordar haberlo escuchado cantar en alguna ocasión. Una mañana, traía un pisapapeles de vidrio en cuyo interior flotaban burbujas y formas azules y rojas. Lo puso sobre el pupitre y lo miraba seriamente. Yo le pregunté algo sobre el objeto y no me contestó. La clase se desarrolló con normalidad. Nos enseñaban a escribir la letra “S”, lo cual era importante para mí por obvias razones. Cuando la maestra platicaba de los trazos y los escribía con lentitud en el pizarrón, sentí una descarga en el omóplato y mi cuerpo se inclinó hacia adelante. Cuando me levanté, vi a mi compañero con el pisapapeles en la mano, mirando al pizarrón con la sonrisa extraviada. Mi primera intención fue devolver el golpe, pero la maestra había volteado a verme y el estupor me detuvo. Al final de la clase, mi compañero salió corriendo hasta la puerta donde su madre lo esperaba. No volví a ver el pisapapeles, pero los golpes se repitieron cada vez con más fuerza, a los cuales yo respondí con codazos o con reclamos. Una mañana, mi compañero traía una nota en el sweater prendida de un alfiler. No recuerdo lo que decía la nota. La maestra tampoco puso atención, pero a mitad de la clase, sentí que el pantalón tejido se mojaba de mi lado derecho. Me ardía la pierna y la sangre había dejado un pequeño rastro en la tela. Mi compañero miraba el pizarrón. Cuando le di un codazo, el me volteó a ver con cara de asombro, como si no entendiera lo que sucedía. La mancha de sangre no era evidente y nadie más que yo notó el daño en mi muslo derecho. Al día siguiente, mi compañero me miró con ansia y me tomó del brazo con todas sus fuerzas. Me encajó las uñas hasta que mi brazo sangró mientras intentaba zafarme con patadas y golpes. Al soltarme, dejó escapar una carcajada y volvió a su mutismo mirando el pizarrón. Sentía punzadas en el brazo y salí al baño para lavarme. Después de ese día, el incidente del alfiler se repetiría varias veces y yo tenía que estar alerta para alejar su brazo con los golpes más fuertes que pudiera soltar, hasta que una mañana, vi que mi compañero tenía unas tijeras puntiagudas en el estuche en el cual guardaba sus lápices. Sacó las tijeras, una piedra y el alfiler y los puso frente a su cuaderno sonriendo. Para ese día, mi pierna derecha presentaba moretones y heridas fuertes y en mi brazo se había infectado una de las marcas de sus uñas en mi piel. Al ver las tijeras, mi compañero notó que sentí un vacío en el estómago y le pregunté, sin obtener respuesta, que para qué tenía esas tijeras. Yo no me podía concentrar en los ejercicios de caligrafía de la maestra. Me pasé mirando de reojo las manos de mi compañero, quien por momentos jugueteaba con la piedra y sonreía. A la mitad de un ejercicio, él tomó sus tijeras con la mano derecha y levantó su brazo. Solté la pluma y di un salto tratando de salir de mi pupitre, en el que quedé enredado con los pies. Cuando soltó el golpe que encajaría las tijeras directo en mi hombro, sostuve su muñeca con mi mano izquierda con fuerza y desvié las tijeras hacia mi cuaderno, el cual quedó rasgado de arriba a abajo. Levanté su muñeca y mordí su antebrazo con todas mis fuerzas, encajando los incisivos en su piel. Sentí la entrada del alfiler en mis muslos, mis costillas, mientras mi compañero gritaba. La sangre fluyó hasta mi boca y mi lengua la saboreó, junto con su piel salada. El sabor de la sangre me distrajo al dolor de las punciones y pude meter mi lengua en la profunda herida que le había hecho en el brazo. Mis compañeros nos trataban de separar, pero la sangre que ahora succionaba con gusto me hizo olvidar el miedo, el coraje o cualquier otra cosa que me apartara de la bebida que se mezclaba con pedazos de piel que se desprendían y yo tragaba, de algún modo feliz.

4.

Me gustas tanto que te comería. La frase nos hace pensar en el sabor de la piel cuando la lengua recorre la carne, el sabor de los fluidos que lubrican el sexo, el tanteo por lo más oscuro del placer.

5.

Lo que más sorprende del caso del alemán Armin Meiwes, el caníbal de Internet quien devorara a Bernd Brandes bajo acuerdo mutuo en su casona en Alemania, no es solamente la enfermiza relación que derivara en este caso de canibalismo. Lo que resulta más extraño es que Meiwes recibió más de doscientas respuestas positivas a su solicitud a través de la red, en la cual buscaba a un hombre entre los 18 y los 30 años, bien constituido, para ser asesinado y comido. Meiwes publicó el anuncio en sitios dedicados a la antropofagia y los candidatos respondieron con entusiasmo desde todo el mundo. En los testimonios que se registran de su juicio, Meiwes dijo haber rechazado muchas de estas solicitudes por haberle exigido practicar actividades demasiado extrañas antes de comer a su voluntario. Entre ellas se cuentan, vestirse de forma grotesca, proferir insultos o bailar obscenamente frente a la víctima.

6.

No hay una fuente de alimento que pueda ser considerada extraña. Peces venenosos, insectos y sus huevos, serpientes.

7.

Meiwes mostró a su voluntario amigo, Bernd Brandes, el proceso exacto que seguiría para matarlo, desangrarlo en el baño, colgarlo de ganchos y cortarlo para poder administrar su cuerpo durante semanas, en las cuales devoraría su cuerpo. El testimonio en el juicio y la documentación obtenida por la policía indica que Brandes estaba muy entusiasmado por el hecho. La perspectiva del caníbal siempre favorece a quien devora, pero pocas veces se habla de la posibilidad de gusto o emoción de la víctima, quien se fundirá en los procesos digestivos del otro. Es el discurso del que llama y encuentra quien lo escuche.

8.

“¿Qué harás con mi cerebro?”, preguntó Brandes. Meiwes le propuso enterrarlo en un cementerio. La preocupación es válida si consideramos que el cerebro es el receptáculo de los juicios y sentimientos.

9.

Comer los sesos de los enemigos para capturar su fuerza. Después de ver las reliquias en un museo militar, no podía evitar la imagen de los guerreros cansados, con sus propios cascos llenos de la sangre y los trozos de aquellos a quienes habían derrotado. La noche helada, en la nieve batida por los despojos de ambos ejércitos, manchada de rojo, era rasgada por los cantos de un grupo salvaje y victorioso, inundado aún por la cólera y el miedo. El festín desgranado por el suelo, los cuerpos decapitados que esperan su turno, llenan los cascos para ser devorados por las huestes cansadas pero ansiosas de completar el ritual. La victoria se vive en el paladar. Después de la visita al museo, me reuní con un amigo que había disuelto su compromiso de matrimonio con una mujer asiática. A pesar del sentimiento aún vivo, decidió dar un rumbo distinto a su vida. Me confesó que no estaba listo para abandonar su esquema de vida, llena de actividades solitarias y para las cuales la presencia de una pareja entorpecerían su desarrollo. Durante la cena, mi amigo me confesó que al visitar a la familia de su novia, el padre, un hombre muy rico, había decidido invitarlo a cenar a un lugar que tenía un valor especial para la familia. Llegaron a un salón elegante que al fondo abría grandes ventanales hacia un jardín selvático. Brindaron y la mano de su prometida lo acariciaba bajo la mesa. Cuando llegó la hora de la cena, los meseros abrieron un hueco circular en el centro de la cubierta de la mesa. De la cocina trajeron una pequeña jaula en la que había un mono, el cual tenía rasurada la parte superior de su cráneo. Los meseros dispusieron al mono de forma tal que la parte superior de la cabeza se asomaba por el hueco de la mesa. Con un cuchillo levantaron con rapidez la tapa del cráneo y azuzaron al mono que no paraba de chillar. El padre de la novia le explicó que entre más adrenalina tuviera el mono, mejor sabrían sus sesos. La familia entera esperó a que el invitado tomara el primer bocado.

10.

Dice la liturgia: “Comed y bebed todos de mí, porque este es mi cuerpo que será entregado por vosotros”.

11.

Evito los restaurantes en los que puedo ver a las langostas antes de morir.

12.

La mordedura humana es sumamente peligrosa y puede generar infecciones fatales, debido a la transmisión de microbios anaeróbicos, cuyo tratamiento puede ser muy difícil. Además, el daño a tendones o a estructuras bajo la piel pueden no ser evidentes en primera instancia.

13.

En los setenta, se hizo muy famosa la historia de un restaurante de la ciudad de México al cual demandaron por vender carne de rata. Se hablaba de un cliente que, husmeando por las instalaciones del establecimiento encontró un criadero de ratas, listas para ser preparadas. El dueño del restaurante se defendió diciendo que él nunca afirmó que sirviera carne de res; en el menú solamente se hablaba de filete a las brasas, sin especificar el tipo de carne. Además dijo que las ratas estaban criadas bajo una estricta supervisión sanitaria. En la época se decía que una banda de mujeres había convertido a sus enemigos en tamales y los había vendido para ser devorados por una turba hambrienta.

14.

Nos levantamos y damos nuestro mensaje. Hablamos durante horas y el auditorio nos escucha paciente. Podemos decir que se come nuestras palabras. No podemos evitar el disgusto que nos causa alguien que no las toma y las deja ir, caer al vacío de la noche mientras hablamos.

15.

Siempre sueño con largas comidas con la gente que quiero. Las mesas largas, luz oblicua del atardecer, llenas de viandas y vino, reciben la conversación inteligente de mis amigos más queridos, de mis familiares, de mis más amados. La memoria embellece las comidas en las cuales se sirven quesos bañados en salsa y los platos desfilan entre las sonrisas de todos. La realidad es que terminan siendo cansadas, escenografía pura, sin que tenga ganas de permanecer mucho tiempo. Cuando estoy en esas grandes reuniones, no dejo de pensar en el momento en el cual puedo encerrarme en mi estudio a pensar con una taza de té, en la oscuridad.

16.

En la oscuridad, Ximena y yo comimos en un restaurante ubicado en un sótano de Normandía. Los platillos se entregaban bajo un ritual de oscuridad y silencio. Recordé que la comida está relacionada con los afectos.

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